domingo, 13 de diciembre de 2015

Recibiendo el golpe

En YouTube se puede disfrutar de "Borges por Piglia" completo. Cada tanto también lo repiten en la TVP. Ricardo Piglia recorre la vida de Borges de manera inquisitiva y profunda. Sin embargo, en cierto momento del programa, antes de ir a un corte, Piglia dispara una frase que me motivó a escribir esta nota. Piglia dice: "Bioy Casares siempre fue un pavote".
Bien, pongámoslo en contexto.
Piglia acababa de leer un fragmento del prólogo de la "Antología de la literatura fantástica", que publicaran Bioy y Borges y Silvina Ocampo en 1940. Una joya, por cierto. Búsquenla. Léanla. En aquel fragmento citado por Piglia en el programa, Bioy decía:


Con "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", Borges ha creado un nuevo género literario, que participa del ensayo y de la ficción; son ejercicios de incesante inteligencia y de imaginación feliz, carentes de languideces, de todo elemento humano, patético o sentimental, y destinados a lectores intelectuales, estudiosos de filosofía, casi especialista".


Luego Piglia dice lo de pavote. Entonces me surgió una pregunta: ¿Acaso alguien está a salvo de la crítica? Pero no hablo de la crítica puntual de una obra, sino más bien de aquellos que hagas lo que hagas, te esfuerces cuánto te esfuerces, siempre van a decir que lo tuyo apesta. O peor, que no tiene ningún valor. Y es que si Piglia puede decirle pavote a Bioy, de nada vale esforzarse día a día por trabajar mejor nuestros textos. ¿Para qué? Siempre va a haber alguien que los deplore. Virginia Woolf decía que Joyce solo era un adolescente rasándose los barros. El primer editor que rechazó a Proust dijo que no podía publicar una novela donde el personaje se tome treinta páginas para levantarse de la cama. Y sin embargo ahí está Joyce. Ahí está Proust. Siempre están. ¿Desde qué lugar Piglia entonces dice lo que dice? La obra de Bioy será recordada. La de Piglia... también, pero él no es Bioy.
     

lunes, 30 de noviembre de 2015

Pasajes: IT, de Stephen King

     Una madrugada de principios de los ´90, cuando tenía unos nueve o diez años, mi hermano y yo fuimos al departamento de nuestro vecino a ver una película absolutamente desconocida que trataba sobre un payaso asesino. Nada que en principio pudiera sonar demasiado aterrador. Pero fue ya desde la primera escena, cuando el payaso aparece detrás de las sábanas colgadas y dice simplemente "hola", que aquel personaje marcó para siempre mi manera de sentir el miedo. Nada en mi vida volvería a causarme tanto terror como aquel payaso. Estoy hablando, por supuesto, de Pennywise, también conocido como Bob Gray, la criatura comedora de niños salida del retorcido cerebro de Stephen King.
     Unos años después, ya de adolescentes y durante un verano en Mar del Plata, con mi hermano vimos en una librería un ejemplar de "IT", y los dos quedamos deslumbrados por estar frente a un ejemplar de aquella historia que nos había puesto los pelos de punta esa noche en casa de nuestro vecino. Pero también estábamos abrumados por lo que podrían contener las páginas de ese libro maldito. Nuestro papá nos compró ese ejemplar de más de mil cuatrocientas páginas con la promesa de que lo leeríamos sí o sí. Supongo que fue un intento de nuestro padre por meternos en el mundo de la literatura. Bien por él.
     Sin embargo, los años pasaron y ninguno de los dos se animó a enfrentarse con semejante monstruo de papel. A veces, cada tanto, el chiste era abrir cualquier página del libro e intentar encontrar un pasaje de la película. Pero lo cierto es que se hacía muy difícil ubicar un momento del film entre tantas escenas.
     Con el tiempo, aquel ejemplar se perdió.
     Y no fue hasta hace unos meses cuando me encontré en la librería con una nueva edición de IT, de pulida tapa blanca con la cara del payaso en color rojo sangre, que me decidí por fin a descubrir de una vez por todas la verdadera historia del payaso asesino tal como la contó Stephen King desde su magistral y perturbada pluma.
     Era el momento de enfrentar los miedos de la infancia.
     Bien, la novela es maravillosa. Tan buena como "El resplandor", quizá la mejor de King. Y mil veces más espeluznante que la película. Sin dudas. Acá van, entonces, dos pasajes de IT:



     [...]No era la última página del álbum, pero sí la última que importaba, porque las siguientes estaban en blanco. La última fotografía era la del curso de George, tomada en octubre del año pasado, diez días antes de que muriera. Se lo veía con una camisa de marinero, el pelo rebelde aplastado con agua. Estaba muy sonriente, con dos huecos en la dentadura donde jamás crecerían dientes nuevos... <A menos que sigan creciendo después de la muerte>, pensó Bill y se estremeció.
     Miró con fijeza la fotografía por un rato. Estaba por cerrar el libro cuando lo de diciembre volvió a ocurrir.
     En la fotografía, los ojos de George se movieron.
     Buscaron los de Bill. Su sonrisa importada, de fotografía, se convirtió en una horrible mueca libidinosa. Su ojo derecho se cerró con un guiño: <Nos veremos pronto, Bill. En mi armario. Tal vez esta noche.>
     Bill arrojó el libro al otro lado de la habitación y se cubrió la boca con las manos.
     El álbum chocó contra la pared y cayó al suelo, abierto. Las páginas se volvieron, aunque no había corriente de aire, y el libro quedó mostrando otra vez esa horrible foto, la que rezaba: <Amigos de la escuela, 1955-1058.>
     La foto empezó a sangrar.
     Bill quedó petrificado. Quiso gritar, pero de su boca solo surgieron débiles gemidos.
La sangre corrió por la página y comenzó a gotear al suelo.
     Bill huyó de la habitación.





    [...]El canal estaba congelado en su zanja de cemento como un helado río de leche, con la superficie abultada, resquebrajada, nubosa. Aunque inmóvil, se lo veía completamente vivo bajo esa áspera luz puritana; poseía una belleza propia, única y difícil.
     Ben giró en dirección contraria: hacia el sudoeste. Hacia Los Barrens. Cuando miró en esa dirección, el viento quedó otra vez a su espalda haciéndole flamear los pantalones de nieve. El canal corría en línea recta, entre sus paredes de cemento, quizá por unos ochocientos metros; después, el cemento desaparecía y el río se despatarraba en Los Barrens, que en esa temporada eran un esquelético mundo de malezas heladas y salientes ramas desnudas.
     Allí abajo, en el hielo, había una silueta de pie.
     Ben la miró. <Puede haber un hombre allí abajo, pero ¿es posible que esté vestido con lo que le veo? Es imposible>, pensó.
     La figura vestía un traje de payaso, blanco plateado, que se sacudía contra él en ese viento polar. Calzaba enormes zapatos naranja, haciendo juego con los pompones que adornaban en hilera la pechera de su traje. Con una mano sujetaba un manojo de cordeles que se elevaba hasta un colorido manojo de globos.[...]Tenía que ser una alucinación o un espejismo provocado por algún curioso efecto del clima. Podía haber un hombre allí abajo, en el hielo; hasta era teóricamente posible, quizá, que vistiera un traje de payaso. Pero los globos no podían flotar hacia Ben, contra el viento. Sin embargo, eso parecía.
     ––¡Ben! ––llamó el payaso desde el hielo. Ben pensó que la voz estaba solo en su mente, aunque parecía oírla con los oídos––. ¿Quieres un globo, Ben? 








sábado, 7 de noviembre de 2015

Libro recomendado: Las olas del mundo.

Título: Las olas del mundo
Autor: Alejandra Laurencich
Alfaguara, 2015
377 páginas



Hay dos temas recurrentes en la literatura y en el cine nacional. Uno, es todo lo que cineastas y escritores cuentan instalando sus historias en el conurbano bonaerense. Aquella (esta, la mía) es una tierra donde todo parece estar permitido, donde las reglas las ponen los propios ciudadanos y donde la magia está en cada esquina y nada tiene que ver con ilusionismo, sino con la cruda realidad. Los relatos del conurbano triunfan por lo salvaje, la tensión, la falsa distancia en donde parecieran ocurrir. El conurbano suena lejos pero está cerca de todos, aunque algunos no lo quieran ver.
El otro tema recurrente es el de la Dictadura. 
A más de treinta años de haber terminado, los años de plomo no dejan de traer historias nuevas. Con el paso del tiempo, cada nueva revelación fue bienvenida y tomada como punto de arranque de un nuevo enfoque de contar la tragedia. Por eso a veces se hace difícil encontrar alguna manera original de mostrar la Dictadura sin caer en la historia que ya conocemos, por suerte, de memoria. Pero hay un punto en donde los años oscuros parecen no terminar nunca, el punto donde lo vivido se vuelve único, personal, lo mismo que le pasó a todos pero distinto porque cada uno la sobrevivió a su manera: la historia familiar.
Es ahí donde entra Alejandra Laurencich y su brutal novela "Las olas del mundo", uno de mis libros preferidos de 2015.


"... Pero el plato fuerte de mis lecturas no estaba en la libretita sino en algo que reservaba para la noche: el montón de cartas que había encontrado unidas por una gomita elástica. Allí me enteraba de las cosas que Fabián escribiría a sus amigos o amigas de Buenos Aires cuando estaba veraneando (...) Cuando volviera a Buenos Aires, Marí se deslumbraría con mi conocimiento de libros, películas, lugares y hasta las palabras que utilizaban los más grandes. Tenía para entretenerme, las había ordenado por fechas y me faltaban unas quince por leer. Había algunas cartas de Nacho, en las que firmaba: Luche y vuelve."


Y es que la autora no podría haber contado esta historia con tanta crueldad y belleza de no haber sido su propia historia. Desde sus años de infancia hasta ya adulta, la vida de la protagonista Andrea se divide entre la ficción y la realidad, lo que los grandes inventan ––ocultan–– para ella y lo que ella con el tiempo irá descubriendo.
Y luego, un pequeño error inocente en sus juegos de niña la acompañará el resto de su vida para llegar a un final en donde todo pareciera no haber tenido sentido. La última frase del libro pone al lector al borde de un abismo donde cada uno debe decidir si saltar o no.

lunes, 26 de octubre de 2015

Mal comienzo en el mundo Murakami

Si bien Haruki Murakami es el autor japonés del momento, y si bien hace varios años que vengo escuchando hablar sobre él y su merecimiento del premio Nobel de Literatura, no fue sino hasta hace alrededor de un mes que me decidí por fin a leer su obra. Por alguna razón venía evitando sus libros, como si la intuición ––aquella que desarrollamos los lectores entrenados ante cierto tipo de autores, y que nos dice cuándo debemos leer un libro y cuando no––, bien, esa intuición me decía que no encontraría nada interesante en Murakami, y finalmente tal presentimiento fue acertado. "Tokio blues (Norwegian Wood)" es un relato de casi 400 páginas sobre nada:  
 
"En cuanto acabaron los exámenes empecé a buscar piso. Una semana después encontré un lugar adecuado en las afueras de Kichijoji. (...) El propietario usaba la fachada principal, y yo, la trasera, lo que me permitiría preservar la privacidad. Contaba con un dormitorio, una cocina pequeña, un baño y un armario más amplio de lo que podía desear. Incluso tenía un porche que daba al jardín. Me lo alquilaron por una cantidad más que razonable bajo la condición de que, si al año siguiente un nieto de los dueños venía a Tokio, yo dejaría la casa. Los dueños, un anciano matrimonio muy agradable, me dijeron que hiciera lo que quisiera, que ellos no me darían problemas."

Este soporífero párrafo es una muestra de la intención narrativa que recorre toda la novela. Murakami cuenta en "Tokio Blues" la vida de un adolescente estudiante de Tokio que tiene amigos, una novia, cierta amante, un trabajo, una casa. En definitiva, la vida de cualquiera. No hay un pretexto que dé ganas de pasar la página. Y sin embargo ahí estoy, luchando por terminarla sin saber por qué.
He leído que "Tokio Blues" no es la novela más distintiva de Murakami, y que incluso en esta obra se aleja de su estilo surrealista característico (realmente lo hace, porque no encuentro ningún elemento de esa corriente en esta simple historia cotidiana). Quizá le dé una oportunidad más a este autor, pero, habiendo tanto por leer, lamentablemente el japonés no supo atraparme desde el principio, y probablemente pase a los anaqueles del olvido.   


viernes, 16 de octubre de 2015

Ese algo especial de Kerouac

Fue una noche silenciosa y fría, quizás en el invierno de 2012, cuando subrayé una frase en mi ejemplar de "En el camino" que leía sentado en un café cerca de casa. Había descubierto ese encanto tan particular en la forma en que Jack Kerouac te lleva a su mundo, y no quise que se me escapara. Hay quienes dicen que Scott Fitzgerald también tenía tal encanto, y yo también lo creo y creo que eso es algo que no puede obtenerse en un taller literario o en la escuela de Letras. El encanto se tiene o no se tiene. Bien, volviendo a aquella noche de invierno en que subrayé la frase, y aunque con el tiempo perdí ese ejemplar y ya no recuerdo qué era lo que había subrayado, lo que importó en ese momento fue el descubrimiento en sí. Había descubierto qué es lo que lleva a un escritor a ser único, o, mejor dicho, a ser particular. A tener estilo.
En "La vanidad de los Duluoz", mi novela preferida de Kerouac que releí en el último tiempo, descubrí todo un párrafo por demás encantador.
Aquí va: 
   

"En las tardes de otoño, en Massachusetts, antes de la guerra, siempre veías a algún tipo camino de casa, para cenar, con los puños profundamente enterrados en los bolsillos de la cazadora, silbando y caminando, entregado a sus propios pensamientos, sin tan siquiera mirar a las demás personas que iban por la acera. Y después de la cena siempre volvías a verlo apresurándose por el mismo camino en dirección a la confitería de la esquina, o para ver a Joe, o una película, o camino de unos billares, o a hacer el turno de noche en un taller, o a ver a su chica. Eso ya no se ve en América, y no solo porque todo el mundo conduce un coche y va con la cabeza estúpidamente erguida guiando esa máquina idiota entre los peligros y tribulaciones del tráfico, sino porque hoy en día nadie camina despreocupadamente con la cabeza baja y silbando; todo el mundo mira a las demás personas que van por la acera con culpabilidad o, lo que es aún peor, con una curiosidad y un interés fingidos y, en ciertos casos, con aire de "estar al loro", de "no querer perderse nada", como quien dice, mientras que en los años treinta había películas de Wallace Beery en las que él daba media vuelta en la cama al ver que el día era lluvioso y decía: "Qué tanto, voy a dormirme otra vez, de todos modos no me perderé nada". Y nunca se perdía nada. Hoy oímos hablar de contribuciones creativas a la sociedad y nadie se atreve a pasarse durmiendo un día lluvioso ni a pensar que realmente no se va a perder nada."




¿Qué hace a este pequeño relato de la vida suburbana tan reconocible en la pluma de Jack K?
Subrayé dos momentos geniales:
-"Para ver a Joe". Kerouac no dice para ver a alguien, o para ver a un amigo. No. Él dice "Joe". Joe es el amigo que todos tenemos, aquel con el que podemos pasar una noche cualquiera hablando de cualquier cosa, en un día cualquiera de la semana cuando no tenemos nada que hacer. Joe son todos los amigos a la vez. Kerouac dice Joe y así le da identidad al todo y, en definitiva, a la nada.
-"Eso ya no se ve en América". Esta es la ambición de un narrador con ganas de retratar no solo su pequeño mundo, sino el de todos quienes lo rodean. En su juventud Kerouac anduvo las rutas de su país y creía estar preparado para hablar de "América" cuando algo le llamaba la atención o no se le apetecía en gracia. Y es que si se es parte de un mundo propio, inevitablemente lo que le pasa a uno es lo que les pasa a los demás.  

Vayamos entonces por el camino de Kerouac. Vivamos el mundo admirados y sorprendidos de nosotros mismos. 


domingo, 4 de octubre de 2015

Frankenstein, libro y monstruo, sobreviven el paso del tiempo

Frankenstein es una de esas historias que uno cree que ya se la sabe. La historia del científico loco que inventa un humanoide al que le da vida por medio de rayos de tormenta la vimos repasada una y otra vez en distintas épocas y formatos. En la cúspide de su obra, el científico grita está vivo, esta vivo, y este sería un gran momento de la novela... si en realidad existiera tal momento. Lo cierto es que Víctor Frankenstein jamás grita nada. Es una suerte de "tócala de nuevo, Sam" de la novela gótica. Un "ser o no ser" posterior. Escenas que no existen pero que pasan a la inmortalidad.
Ahora bien, el Frankenstein de Mary Shelley no necesita nada de esto para ser una obra cumbre de la literatura universal. Sí: ese monstruito simpático de las películas para chicos resulta salido de una de las novelas más increíbles que leí en mi vida. 
La historia de vida y muerte, de soledad, de acoso ––hoy en día podríamos decir que el monstruo es víctima de bullying, y aún así no logramos ponernos de acuerdo en si es culpable o no de la destrucción que genera––, la pobre vida de Víctor Frankenstein, condenado por su propia lúgubre creación, nos da la idea de que para los primeros años del siglo XIX ya teníamos un nuevo clásico, aunque quizá por entonces nadie lo sabía. Los clásicos necesitan del paso del tiempo para reafirmarse, y Frankenstein supera la prueba sin dificultad.
Mary Shelley, la autora, concibió su obra maestra en un viaje de veraneo junto a su marido en Suiza. La publicación fue en 1818, aunque se conoce una versión de 1813 mucho más oscura y difícil de conseguir. Sin embargo, corregida o no, la novela de Shelley es una profunda reflexión sobre los alcances de la ciencia, hasta dónde puede la humanidad echar mano a lo que no le corresponde, y cuáles serían sus consecuencias. Pero Frankenstein también es, en el fondo, la historia de un pobre engendro discriminado que no encontró su lugar. La historia que a todos nos tocó sufrir en algún momento de nuestras vidas.     


viernes, 19 de septiembre de 2014

A 100 años de la Primera Guerra Mundial: Adiós a las armas

La Primera Guerra Mundial estalló por el asesinato de un archiduque austríaco en 1914. Cuatro años después, aún en guerra, un joven norteamericano llamado Ernest Hemingway se enroló en el frente italiano como conductor de ambulancias.
Tiempo después del final de la guerra, en 1929, Hemignway publicó su tercera novela, "Adiós a las armas", donde relata la historia de un conductor de ambulancias que resulta herido y luego conoce y se enamora de una enfermera durante su internación.
Adivinaron: "Adiós a las armas" es en su mayor parte autobiográfica.
Se trata de una novela directa, cruda y bella. Hemingway narra con encanto su peregrinaje por la Europa bombardeada hasta que consigue escapar de la guerra cruzando un lago italiano en dirección a Suiza.
Todo es encantador y trágico.
Todo, hasta el final.
La Primera Guerra Mundial se llevó 9 millones de vidas, y resulta increíble pensar que de todas ellas no se llevó la de Hemingway. De haber sido así, nos hubiésemos perdido a uno de los más geniales novelistas de la historia, pero decir esto es injusto y cruel con los que sufrieron a las víctimas.
Tan injusto y cruel como una guerra.